Cuentos en el bus IV

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Tu reflejo en la ventana




… todo quedó paralizado como si las inmensas rocas que bajaron del Ávila junto con los gigantescos troncos de árboles secos fueran monumentos de la naturaleza imposibles de erradicar.

Isaac Chocrón



LA GRABADORA no importa (hizo un sonido hueco, esforzado, un clic doloroso cuando el rec quedó hundido, agachado). Lo importante de esta conversación, amigo, es que necesito contar mi historia, me importa poco si la grabas, si la escribes después, si la publicas luego, no me importa, sólo necesito que me escuches, luego harás lo que quieras.

¿Sabes cómo se ve el reflejo de las cosas sobre una ventana? Como fantasma, como si se viera su espíritu y no sabes a ciencia cierta si estás viendo el otro lado de la ventana o el reflejo de tu lado, todo se confunde y llegas a verlas de otra manera, como otra realidad ¿entiendes? A ella podía verla reflejada en la ventana del autobús, su pelo negro como la noche, sus rizos selváticos, enmarañados, insurgentes; parte de su frente, como luna; su nariz redonda; su piel aún espantada por el barro. La ventana del autobús me la reflejaba así como ya dije, como fantasma, los árboles de afuera pasaban rápido en su carrera eterna y entre ellos, estaba su reflejo, algo brillante por las gotas de lágrimas que acariciaban sus mejillas ¿o eran gotas de lluvia? Montamos muchos autobuses durante esos días de la tragedia (en la empresa hidroeléctrica se pasa tanto tiempo en un autobús como en el sitio de trabajo). Después que la lluvia comenzaba a apaciguarse, se escuchaban los tucutucu de los helicópteros, el estruendo de los aviones de la fuerza aérea se confundía con el paso de la tierra y rocas que despedazaban lo que quedaba de vida.

A ella no la pude encontrar cuando nos montaron en el primer autobús, pasé tres días buscándola entre los escombros de grandes edificios, que en ese momento se veían tan frágiles, tan pobrecitos. La lluvia te inundaba, caía persistente, te cansabas de su peso, fue como nadar en el fondo del mar sin conseguir llegar a la superficie, donde se podía respirar y el viento te aliviaba de tanta agua; no, la lluvia te asfixiaba y te cegaba, caía como savia, como miel en los párpados y te enrojecía los ojos hasta arder. La conseguí en el tercer autobús, el que nos trajo para acá, a pueblo Guri, sentada dos puestos más adelante del mío, indiferente o por lo menos así lo supuse (aquí se toma siete veces el autobús cada día, uno te va a buscar al hotel para dejarte en el comedor en la mañana, otro para llevarte a Planta después de desayunar, luego te busca para llevarte a almorzar y más tarde vuelve para dejarte en el hotel, minutos después pasa uno que te lleva nuevamente a Planta, y al final de la tarde, otro que te lleva al comedor y luego de allí, te deja en el hotel o en Ciudad Guayana o en Ciudad Bolívar, según sea el día y tu ciudad de origen). El segundo autobús al que nos montaron sirvió sólo para aliviar la carga de personas, de damnificados, que nos llevó al Poliedro de Caracas. Allí pasamos la Navidad.

¿Que quién era ella? Todo. Ella era todo. Verás, ¿te ha pasado alguna vez al observar el amanecer que el pecho se te llena, no de aire sino de otra cosa, entiendes, como si la belleza fuese tanta que te rebosara el alma? Así pasaba cuando la veía a ella. Me entraba un vacío en el estómago cuando estaba o cuando se marchaba, vestía siempre blusas viejas, eran de su abuela creo, pero le quedaban muy bien ¿sabes? Sus piernas desnudas, bien morenas como me gustan, siempre se le veían con pelitos, parece que no le permitían rasurarse, que aún no tenía edad, pero no le hacía falta, se veía hermosa. Una vez la ayudé a colocar una cortina en el ventanal de la arepera de su abuela, necesitaba que alguien sujetara la tela mientras ella ajustaba las puntas con un gancho; estuvimos muy cerca, uno al lado del otro, podía respirar su aire, su tibio aliento, ella cruzó su brazo con uno mío y su sobaco me quedó puesto así, encima de mi brazo, calientico y húmedo por el sudor, sus cañoncitos me raspaban suavemente la piel; cuando terminó me dio las gracias y se fue, no pude aguantar la tentación de oler mi brazo, me dejó un tufo a cebolla y jabón azul, la humedad que me dejó la lamí, como un perro lame su animalidad. ¿Vas a darle vuelta? (nuevamente un clic seco, como partido, un crujido desaceitoso al abrir la casetera, un chicleo del casete al voltearlo, un trac oxidado al cerrarla y un nuevo clic al presionar el rec). Un día le declaré mi amor, no te rías, en serio, escribí una carta con poema y todo, ustedes creen que son los únicos que pueden escribir poemas de amor, pues nosotros también ¿sabes? Y no había quedado tan mal. ¿Que qué me dijo? Nada, nunca se lo entregué. Salvo aquella vez que la ayudé con la cortina, nunca estuve cerca de ella. Su nombre nunca quise saberlo, cuando llegas a conocer a alguien se evapora, como se evapora la ilusión, el misterio, el goce, la atracción.

En el tercer autobús, el que nos trajo a pueblo Guri, me encontré con su reflejo en la ventana. No me atreví a levantarme, a hablarle, no hubiese sabido qué decirle, ¿que la amo? ¿que siempre la he amado? Disculpa que me ría, pero eso sí hubiese sido cursi. Pero sí le hablé ¿sabes? Le hablé a su reflejo en la ventana, largo rato, como siempre quise hacerlo, pero no volteó ni hizo algo que pudiera significar alguna respuesta. El viaje cansó, duró toda la tarde y toda la noche, las nalgas se me durmieron porque el autobús no hacía paradas (en la empresa hidroeléctrica los trayectos del autobús son cortos, apenas suficientes para la reflexión). Creo que no hay más que contar de ese viaje, llegamos aquí a pueblo Guri, nos instalaron, pero esa es otra tragedia, otra clase de tragedia que ya más o menos conoces y sé que has escrito algo sobre eso. A ella no la he vuelto a ver. Desapareció cuando el autobús se detuvo y las luces apagaron su reflejo, su rostro transitado por los árboles y las lomas del horizonte (clic). 

Tu reflejo en la ventana forma parte del libro digital Cuentario de Guri 

 

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