Sobre la imaginación



Fernando y yo jugábamos en una de las tantas plazas y parques que se esparcen al norte de Quito, donde vivimos desde hace dos años. Hacía tiempo que no lo llevaba al parque. Algún tedio, alguna depresión, algún desánimo hacían que no lo llevara tan seguido como antes.

Como siempre jugábamos juegos inventados. Inventados por él. Bajo sus reglas. Fernando tiene esa cierta cualidad de líder mandón. Como otras veces, el juego consistía en que yo me convertía en algún tipo de monstruo o zombi y debía perseguirlo. Él siempre escapa. Se vale de ciertos artilugios que pueden tener poderes anti-zombis o que le otorgan vida infinita. Es difícil, como zombi, comerle la cabeza.

Sucedió que, valiéndose de una rama seca con poderes inauditos, logró construir una guarida con paredes invisibles para que el zombi -yo- no pudiera arrancarle un tajo a su cerebro. Siguiendo la lógica de su juego, me topé con esa guarida mágica e hice lo que cualquier persona sensata debía hacer en tal situación. Así como hacen los mimos cuando se topan con ese tipo de muros, coloqué las manos abiertas al frente, en el aire, palpando la superficie incorpórea, deteniéndome el paso, obligándome a rodear aquel refugio imposible.

De pronto, Fernando quedó pasmado. No podía creer que él con su rama seca había levantado esos muros invisibles que no dejaba al zombi que yo era, traspasar. Seguí el juego de su asombro. Me volvía a transformar en su papá y podía pasar los muros. Me volvía a transformar en el zombi y quedaba atrapado tras esas paredes que él creaba con la magia de su rama seca o de su imaginación.

Fue tal su alegría y su emoción que luego, cuando ya retornábamos a su apartamento, me preguntaba si realmente cuando me transformaba en el zombi chocaba con esos muros. Porque cuando le tocó a él ser el zombi (cuando lograba comerle el cerebro) él no podía sentir o palpar las paredes invisibles. Es que a los niños zombis no los detiene ninguna pared, le decía. A los tontos adultos zombis, sí. Y quedó fascinado por ese descubrimiento.

Yo, por supuesto, quedé más fascinado aún.

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