La mirada de los gatos

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Mis hijos tienen cuatro gatos. Al parecer, son los verdaderos dueños de la casa. Cuando voy a acostarme cada noche, uno de ellos comienza acomodarse sobre mi pecho sin esperar que me ponga en posición para dormir. Un par de minutos después comienza a caminar por mi barriga y piernas. Vuelve y se acomoda en mi cuello. Ronronea. Existe en el ronroneo algo que calma, que tranquiliza, que droga. Te apendeja. Te agüebonea. Son sus armas contra nosotros.

A veces quisiera dejar abiertas la ventanas del departamento y que el asunto se resuelva por cuenta propia. Por más que caigan sobre sus cuatro patas, no sobrevivirían a la caída. Pero no. Son demasiado tiernos y graciosos y esponjosos. Aunque muchas veces me tientan.

No son gatos de calle. Han vivido la mayor parte de su vida dentro del departamento y se han acostumbrado tanto, que se orinan de miedo cuando se intenta sacarlos afuera. Pasan gran parte del tiempo en la corniza de las ventanas. Observan a las palomas que van y vienen desde los aires hasta los cables eléctricos de la calle. Y ellos miran con una mirada nostálgica, siguiendo los vaivenes de esos pájaros en libertad.

Les abriría las ventanas para que pudieran saborear ese halo de libertad e instinto cazador que los embriaga. Aunque implique sacrificar sus siete vidas.

Lo siento por ellos, pero no podría hacerlo.

¿Cómo volvería a dormir profundamente sin ese ronroneo encima de mi pecho?

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