La mitad del camino


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Soy un inmigrante. Soy un extranjero. Y ha sido difícil reconocerlo. Al menos para mí. Antes, no lo había pensado, no se me había cruzado por la mente migrar ni siquiera a otra ciudad de mi país. Mi madre migró a Estados Unidos a finales del siglo pasado y, mucho antes, había salido de Puerto La Cruz para asentarse en Ciudad Guayana. Mi padre migró desde la Isla de Margarita a trabajar en la Siderúrgica a orillas del río Orinoco. Y allí, en Ciudad Guayana, nacimos nosotros. Mis hermanos mayores y yo. Jamás pensé en salir de mi ciudad, mucho menos de mi país. Y, quizás, por eso me costó reconocerme extranjero ahora, luego de estar algo más de tres años fuera.

Me pregunto muchas veces las razones que nos impulsaron a migrar. Mis razones son una melcocha arbitraria que pudiera parecer en ocasiones egoísta y en otras, absurda. Otras veces, parece ridículamente dramática. A veces tiene el rostro de mis hijos y en otras, una página en blanco. Quizás, en el fondo deseaba salir, navegar, aventurar, cruzar el umbral como un personaje de cuentos de aventura. O sólo, quizás, necesitaba ofrecer a mis hijos una mejor vida. Sabina decía en una de sus canciones que no hay peor nostalgia que añorar lo que jamás sucedió, o algo así. Quizás por ahí van los tiros. O no.

No hablaré de ello. No, todavía. Sería un tema inabordable en un solo texto. Quisiera hablar de Gerbasi, de Camus pero tampoco me siento capaz. No soy un intelectual. Quisiera ser escritor, un intento de escritor. Pero no un intelectual. Adolezco de una pereza mental que me imposibilita considerarme un “intelectual”. Pero sí, un intento de escritor. Hay algo en ese verbo intentar que hace que siga soñando. Porque también soy un soñador y prefiero serlo antes que un intelectual. “Intento de escritor” pero también se me ha hecho difícil reconocerlo. Escribo, intento escribir algún cuento, pero la historia se diluye, se difumina. Los personajes me abandonan y me dejan en blanco, a mitad de la trama. Entonces soy un escritor de textos inacabados, que nunca terminan de ser. Un intento. Un soñador. Alberto Fuguet, cuando le pedí que me firmara un libro de cuentos suyos (y seleccionados por Edmundo Paz Soldán), me preguntó ¿qué haces? Así, de pronto. Me tomó fuera de base, como decimos nosotros. Sólo alcancé a decir que soy venezolano. Uno de los tantos venezolanos. E intento escribir. Así le dije y él sólo respondió, ah bueno, ya saliste de tu país, ya tienes la mitad del camino hecho. ¿Será cierto?

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