Sobre la marcha

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En el año 2016 inicié un viaje incierto hacia Ecuador. Nunca pensé en abandonar mi país. Recuerdo que soñaba con viajar, ignoro los motivos, a Londres. Algún cuento, algún libro, sembró en mí una nostalgia rara por esa ciudad a la que nunca había ido. De Ecuador, sólo sabía que era el país de Manuelita Sáenz y de Oswaldo Guayasamin, de los Galápagos y el Chimborazo.

Me fui en avión. Aún tengo vivo el recuerdo de la última mirada que eché hacia mi familia, antes de subir a la sala de espera del Aeropuerto Internacional Manuel Carlos Piar, que de internacional sólo tenía el nombre. No sabía cuando sería la próxima vez que vería nuevamente a mi familia, que sentiría su abrazo cálido. Y esa incertidumbre era la que daba a ese viaje (y a este recuerdo) ese matiz de fatalidad, de dolor y de otro tipo de nostalgia que ya, dentro del avión, comenzaba a sentir. Lloré en silencio durante todo el viaje. Pasarían nueve meses hasta volverlos a ver y sentir ese abrazo añorado. Todo un parto.

Hoy, cientos de venezolanos no viajan en avión como lo hice yo y lo hizo mi familia.

Marchan a pie.

Marcha una madre cargando a su niña, con un pesado bolso tras la espalda. Marcha un padre llevando la carga pesada de maletas, donde la vida apenas cabe pero que, forzada, debe caber. Niños cogidos de la mano, sorteando como un juego las irregularidades del asfalto. Las miradas de cansancio y ausencias. Las separaciones que como una estela, dejan tras el camino andado. El hambre y el frío que pesan como la indiferencia.

Venezuela no es un país en guerra. Ni azotada por plagas o desastres naturales.

Venezuela es un país de pies adoloridos, que sangran el sueño de una vida mejor.

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