Notas
para este blog
Hace
años leía con fruición las antologías del cuento latinoamericano
que publicaban editoriales hispanoamericanas. Luego, las deploré.
Por un asunto de identidad, quizás. Casi ninguna (por no decir tan
tajantemente “ninguna”) daba cabida al cuento venezolano, de
larga tradición en el país. Cuando se referían al clásico cuento
latinoamericano, siempre con aquél apelativo de “fantástico”
como si un sub-genero se tratase, rebuscaba el nombre con el cual
sentirme identificado. Además de Quiroga, Borges, Cortázar, Onetti,
entre otros (¿cómo no sentirte identificado con ellos?), nada.
Parecía que el cuento escrito acá no pertenecía (o merecía
pertenecer) al ámbito del cuento latinoamericano. Al menos, no para
aquellas editoriales, en su mayoría, de la península ibérica
española.
Y
lo más lamentable es que pareciera que esta ¿forma de exclusión?
Sigue hoy y en el mundo virtual de internet. Ojeo páginas que
hablan, muestran, listan y publican cuentos clásico latinoamericanos
con la ausencia de los autores más relevantes de nuestra tradición
cuentística.
Un
gran ausente para ellos (pero muy presente en nuestras letras, aún
hoy) es Julio Garmendia.
Publico
esta primera entrega para este blog. Uno más que publicará cuentos
de Garmendia, uno más para contribuir a divulgar (un poquito más) a
este gran maestro del cuento latinoamericano.
***
Tomado de: La tienda de muñecos y
otros textos, Julio Garmendia. Fundación Biblioteca Ayacucho, 2008,
Colección Clásica No. 243. Versión Digital.
LA TIENDA DE MUÑECOS
Julio
Garmendia
NO
SÉ CUÁNDO, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La
Tienda de Muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si será
el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo;
pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña
historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas
páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de
ellas. Helas aquí:
LA
TIENDA DE MUÑECOS
“No
tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones
elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué
trato ahora de encerrar en breves líneas la historia –si así
puede llamarse– de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo, que
después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías.
A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia;
y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me
basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes
donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca
jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi
abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:
—¡Les
debemos la vida!
No
era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos,
considerara con ligereza a aquéllos a quienes adeudaban el precioso
don de la existencia.
Muerto
mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos,
que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden
riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás
pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes
condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente
para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie
plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y
levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del
pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les
dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza
en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna
familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había
instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en
decadencia cuando entrara yo en posesión del establecimiento, porque
mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría
visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en
el ambiente de los nuevos días.
Por
sobre todas las cosas, él imponía a los muñecos el principio de
autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres
establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente
inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la
confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en
los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase
imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y
que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona
el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me
enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a
Heriberto, el mozo que desde tiempo atrás servía en el negocio, mi
padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al
igual de los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en
boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más seso que
los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir
costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este
particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que
habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin
ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por
separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido
hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.
Así
transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro
y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocía en mi niñez.
Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad
podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que
así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme
fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos
picarescos.
Un
día mi padrino se sintió mal.
—Se
me nublan los ojos –me dijo– y confundo los abogados con las
pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.
—Me
flaquean las piernas –continuó, tomándome afectuosamente la mano–
y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de
los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me
prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de
Muñecos.
Mi
padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio.
Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la
trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin
duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los
estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos
acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto,
fijándose en los soldados, que ocupaban un compartimiento entero en
los estantes, reflexionó:
—A
estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas
utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo
insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos
que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había
en un rincón.
—Encierra
precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras
eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han
quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No
cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En
cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan
siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser
solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los
animales –no lo olvides–, en especial te recomiendo a los asnos y
los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.
Después
de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer
a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los
tomé en el estante vecino al lecho.
—Hace
ya tiempo –dijo, palpándose con suavidad–, hace ya tiempo que
conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes
ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldría
a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas,
hazte el cargo que es una limosna que les das.
En
este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto,
que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre
las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del
dueño de la Tienda de Muñecos.
—Heriberto
–dijo, dirigiéndose a éste–: no tengo más que repetirte lo que
tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees
los muñecos.
Nada
contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez
más altos y destemplados.
Sin
duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró
poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente
sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin
embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo.
Sollozaba ahogado en llanto, mesábase los cabellos, corría desolado
de uno a otro lado de la trastienda. Al fin me estrechó en sus
brazos:
—¡Estamos
solos! ¡Estamos solos! –gritó.
Me
desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el
sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en
desorden junto al lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez
en sus puestos...”.
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