La solitaria cresta del mar

Hoy Fernando cumple su primer año de vida. Un año cargado de trasnochos, sonrisas y lloriqueos, travesuras y asombros, ternuras y rabietas. Ha sido un año hermoso. Este cuento lo publiqué cuando Fernando cumplió su primer mes de vida. Lo escribí para él y Jacklyn, pero especialmente, para mí. Para recordar esa madrugada que ningún lente fotográfico o testigo pudo retratar o contar.

A Fernando, por darme la oportunidad de volver a soñar
A Jacklyn, por las mismas razones

El día en que el hombre soñó por primera vez con el mar, fue el día en que nació su hijo. Los dolores de parto habían comenzado días atrás, pero las contracciones llegaron de golpe la noche del sábado, mientras la mujer observaba algún programa de televisión. El hombre no estaba en casa para aquel momento y cuando llegó, ya las contracciones se repetían a intervalos de 7 minutos. Cualquier otra pareja estaría feliz por el acontecimiento; para ellos, sin embargo, fue tan similar a un estado de angustia que rayaba en alarma. Faltaba aún una semana para cumplir las 38 de embarazo y realizar la cesárea que sin mucha facilidad habían programado; no cabía la posibilidad, al menos en las mentes de este hombre y esta mujer, de que su bebé naciera bajo un parto natural, al parecer por recomendaciones médicas, pero si se escarbaba dentro del corazón de la mujer, se podía encontrar con que ella así lo había decidido. Esa extraña alarma, se acentuó al no recibir respuesta de su doctor, luego de las primeras y no últimas llamadas de esa noche.
Ante tanta llamada infructuosa a su doctor, decidieron salir a la noche hacia la clínica G. donde estaba pautada la cesárea; la mujer ya tenía su maleta lista, la del bebé, la de su esposo y la de su otro hijo, que en ese momento dormía en casa de sus abuelos, después de exigir y rogar enérgicamente como sólo un niño de ocho años sabe hacerlo; quién sabe cómo este niño, anticipándose a estos acontecimientos, supo dejar solos al hombre y a la mujer resolver eso de traer a su hermano menor a este mundo.
La entrada a la emergencia de la clínica G. se encontraba cerrada con una cadena de aluminio y sendos candados, el sitio parecía abandonado y la noche oprimía los alrededores de soledad. Es que este lugar es peligroso, pensó la mujer. No alcanzó a decirlo, el hombre ya estaba repitiendo las mismas palabras. Los dolores de las contracciones continuaban periódicas, cada vez más dolorosas. El hombre tocó un timbre a un costado de la emergencia, una minúscula araña salió despavorida, quizás imaginando cómo alguien, en una real emergencia, podrá presionar aquel estropajo de timbre. Una enfermera se acercó y sin abrir los candados le preguntó al hombre si ya había contactado a su doctor; todavía no me he podido comunicar con él, pero déjenos entrar y seguiremos intentando, dijo aquel hombre que ya se le comenzaba a dibujar un semblante de honda preocupación; no puedo dejarles entrar si no está su doctor, le respondió la enfermera tras la puerta encadenada de la emergencia. Extrañado, el hombre subió su mirada y observó el inmenso letrero que rezaba en rojo “Emergencia 24 horas”. Rogó a la enfermera; no puedo hacer nada por ustedes sin su doctor, finalizó la enfermera aquel sombrío encuentro.


 
Siguieron sin rumbo por la desnudez de las avenidas y calles de la ciudad. Pocos ruidos, pocos movimientos, poca vida a esas horas de la madrugada. La mujer ocupada en soportar las contracciones, susurrándole a su bebé algún ruego, alguna solicitud de piedad, algo se podrá lograr si al menos se intenta, siempre pensaba. Mientras manejaba, el hombre seguía llamando al teléfono personal de su doctor, sin respuesta alguna. Pensaba en el episodio anterior, la desidia teñía la noche de una espesa oscuridad sin vida. Decidieron en silencio ir a la clínica F., que se encontraba a pocos kilómetros de allí. Ninguno se imaginó que en ese lugar no conseguirían otra cosa distinta a pesadillas.

No puedes, desde el punto de vista físico, parir, recordó la mujer lo que una vez le dijo su doctor. No entendió, como tampoco entendía en ese instante, lo que quería decir el doctor con su punto de vista físico, lo cierto es que jamás pensó que podría parir aquél bebé: hace casi nueve años, la mujer había parido a su primer hijo, cuando cumplía las 26 semanas de embarazo, un alumbramiento que pudo haber sido un aborto, si no fuera porque el bebé sobrevivió y creció sano y necio como cualquier loco bajito. Con aquel recuerdo sin nostalgia, impregnado de traumas (que la llevaron a la decisión de querer, casi desear, aquella cesárea que traería a su segundo bebé), llegó la mujer junto a su esposo a la clínica F. El hombre recordará los minutos en aquella clínica como los peores de su vida.
Su mujer puede parir en cualquier momento, le dijo el médico de guardia. Antes de aquella sentencia amenazadora, le había preguntado por su empresa de seguro, pregunta que tienen que hacer para dar la bienvenida a los visitantes enfermos que dan su paseo por la emergencia. Las cuestiones sobre empresas de seguro y clínicas saltaban fuera de la comprensión de este hombre que sólo esperaba a su bebé, un acontecimiento tan de rutina para muchos, considerando la ciudad donde se encontraban, donde diariamente estos pequeños milagros sucedían sin penas ni glorias. Para él, este pequeño milagro que esperaba se tornaba atribulado, con más penas y pocas glorias.
La empresa de seguro no aceptó la emergencia de esta pareja; es mejor que pagues por todo y después te arreglas con tu seguro, gordo, le dijo una muchacha despeinada por el trasnocho de su guardia. Un parto natural aquí cuesta unos doce palos, cariño, continuó la muchacha de la clínica, y la cesárea está en catorce. El hombre pensó en los únicos ahorros que tenían, que apenas representaban una ínfima parte de esos valores que la trasnochada le informaba. El hombre, ante aquellas cifras, ante el desvarío de su seguro, ante la impotencia que medraba sus nervios, soltó una frase que consideró trillada, incluso al momento de decirla, pero fue la mejor que consiguió para desahogar su frustración; no puedo creer que esto me esté pasando a mi, dijo el hombre; la trasnochada y el médico de guardia cruzaron miradas y pensaron que habían entrado en el mundo almidonado y exagerado de los culebrones y melodramas de la televisión, sintieron ganas de crear mayor drama a la escena.
Esos fueron los momentos en que las primeras lágrimas de desesperación rodaron por el rostro del hombre. Él se dirigió hacia su esposa con aquel nudo en la garganta, y le dijo algo que necesitaba decir desde hacía algún tiempo; amor, ya no sé qué hacer, dijo rompiendo en llanto.
Tanta planificación, tanto ahorrar el poco dinero que pudieron reunir para aquella cesárea en la clínica G. para terminar ante la incomprensión de un mundo donde el resolver aquellos asuntos misteriosos entre las empresas de seguro y las clínicas, privaban la ocurrencia de ese pequeño milagro que tanto ansiaban este hombre y esta mujer.
Salieron de allí, tal como salieron de su casa horas antes, con las contracciones más dolorosas, más repetitivas, abriéndose el camino para el nacimiento del bebé; con aquella frase lapidaria y amenazante del médico de guardia, “esta mujer puede parir en cualquier momento”, el trauma del nacimiento del primer hijo, la impotencia del hombre y la soledad negra de aquella ciudad, que dormía dando la espalda, indiferente. Sollozando en silencio, el hombre manejó hasta el hospital público, buscando que ocurriese aquel pequeño milagro.

El hospital público estaba desierto. Esa madrugada sin luna, llena de sombras y soledad, alimentaba el miedo, incluso ese miedo irreal a lo desconocido. Los alrededores silenciosos, eructaban de vez en cuando sonidos extraños y en cualquier rincón, oscuro, parecía estar escondida alguna forma acechante y amenazadora. La emergencia no era menos lúgubre, muy pocas personas se apostaban allí, sentadas en el suelo, acostadas en herrumbrosos esqueletos de lo que fueron colchones o en mantas roídas por el tiempo o por las ratas, igual da si fuera por lo uno o por lo otro. Pase al quinto piso, les dijo alguien al observar a la mujer embarazada. Los parajes solitarios de aquella edificación parecían un laberinto, tuvieron que devolverse a preguntar cómo se llegaba a ese quinto piso, otra voz les dio pista del camino. Siguieron avanzando entre neblinas de oscuridad, tanta soledad oprimía aquellos corazones, la mujer esperaba que al menos el de su bebé se encontrara tranquilo. Consiguieron el único ascensor del lugar, un armatoste que daba la impresión de querer encerrar a cualquiera que se atreviese a utilizarlo. Mientras subían dentro de ese cubo de metal, como a punto de desbaratarse, tosco en su movimiento vertical, la impotencia sobrevino en ambos y lloraron una vez más abrazados; una minúscula lagartija los observaba desde el techo, pareció entristecerse por aquella pareja que se abrazaba con fuerza, pues movía la cabeza de un lado a otro; se fue por alguna hendija, seguramente a llorar también por ellos. Llegaron al quinto piso y los pasillos parecían iguales, silenciosos, llenos de sombras, algunos cuerpos sin rostros tirados en el suelo, conciliando algún sueño o pesadilla, esperando algo o a alguien. Ningún doctor o enfermera apareció por aquellos predios sanitarios.
Al llegar a maternidad, la imagen seguía de pesadilla, de mala película de terror, una soledad inquebrantable, tan densa que hacían que la pareja caminara despacio, como llevando un gran peso en los hombros. Tocaron una puerta y luego de algunos minutos apareció alguien con una bata azulenca de quirófano. Lo que dijo terminó de quebrar el ánimo decaído del hombre; no puedes estar aquí, dijo, salga y espere allá afuera. La mujer se quedó con aquella persona, enfermera o médico, no lo sabían con seguridad, el hombre pensó que sería la última vez que vería a su esposa hasta el alumbramiento. Lloró una vez más mientras le decía a su esposa la más simple y profunda frase que pueden decirse los esposos; te amo, le dijo sin mirarla a la cara. Se retiró, tal como le dijo aquella desconocida.
Minutos más tarde, la mujer salió con una pasividad tan inusual pero a la vez tan propia que confundió al hombre; volvamos a casa, amor, dijo la mujer, tengo cuatro centímetros de dilatación y aún falta mucho tiempo para que el bebé nazca; por ahora no hay nada más qué hacer, culminó la mujer bajando la mirada. Y tanto que se había hecho para una cesárea, una cirugía tan simple como escabrosa y que aún así, ella había decidido hacerla con tal convicción que aquella forma natural de nacer del ser humano la consideraba como la peor de las torturas humanas. Por eso, la mujer al decir lo que está a punto de decirle al hombre, puso un semblante de indiscutible resignación pero con gran firmeza y valentía; si tengo que parir, dijo, pues pariré a mi bebé. Se fueron a casa, lejos de aquel edificio de pesadilla, lejos de aquella tiniebla urbana que llamaba más a la muerte que a la vida pero que, sin embargo, les había dado el único momento de paz y tranquilidad en esa madrugada de mal sueño.
Ellos ya lo sabían. Sabían que el trabajo de parto podía durar horas, que esa frase amenazadora dicha por el médico de guardia, “puede parir en cualquier momento”, sólo se dan en las malas películas rosas. Que cualquier cesárea puede realizarse hasta el último momento del parto. Lo sabían, pero de nada servía aquel conocimiento en esos momentos que trastocaban la realidad sumiéndola en algo más parecido a la desesperanza.
Aquella resignación y valentía de la mujer pronto se esfumarían, las contracciones seguían cada vez más fuertes y comenzaba a amanecer. El hombre seguía insistente en su intento por localizar a su doctor, que aún no respondía ni daba señales de vida. La mujer sólo dijo lo que podía decir en aquel momento; amor, sácame este bebé, le dijo al hombre entre sollozos y retorciéndose por el dolor. Lloraron ambos una vez más.
Al amanecer, el hombre continuó con las llamadas. Era tal su desconcierto que dudó por instantes si el doctor realmente existía, si realmente existió. Ya con el sol asomándose en el horizonte, salieron a la ciudad amanecida, esta vez a la clínica H., donde se encontraba el consultorio; si no me responde a mí, pensó el hombre, deberá responder a su clínica. Con la luz del sol asomándose en el horizonte, en la clínica H. no preguntaron por seguros ni cartas avales, al menos no en esos primeros minutos. Las enfermeras de guardia intentaron comunicarse con su doctor, sin éxito. La pareja esperaba a que la mañana se situara en una hora más noble, con tanto anhelo que las horas caprichosas caminaban lentas. Todo fue estéril.

Médicos desconocidos, doctores desconocidos, enfermeras desconocidas. Así fueron llegando a la sala de emergencia. Una voz suelta, finalmente, dio la orden de llevar a la mujer al quirófano a la ansiada cesárea. Parecía extraño, luego de tal noche, la sencillez de aquella orden y su acatamiento.
Mientras la llevaban al quirófano, largos minutos después, por aquellos médicos y doctores desconocidos, la mujer quedó tan dormida que no sintió nada de lo que le hicieron. Sólo abrió los ojos para ver a su bebé que ya llevaba varios minutos llorando sus primeras lágrimas.
Mientras veía a su mujer entrar al quirófano, el cansancio derrumbó al hombre. Se sentó y nunca supo cuánto tiempo pasó hasta escuchar el llanto de su bebé, que inundó la sala de emergencia. Sintió un oleaje lento y calmo sobre su cuerpo; el mar, pensó o soñó, un oleaje que pasaba de un estado tan vertiginoso, tan de tormenta o viento enfurecido, a uno apenas perceptible, un leve ir y venir que parecía acurrucarlo; sintió que algo culminaba, que algo iniciaba y lo primero que le vino a la memoria fueron los versos de un poema.
Recordó ese poema de Gustavo Pereira, pero nunca pudo entender por qué lo recordó en ese momento. La solitaria cresta del mar, recitó en silencio mientras seguía escuchando el llanto que se impregnó en toda la sala de emergencia; La solitaria cresta del mar / apura su último sorbo de sol. Mientras escuchaba el llanto de su hijo, lloró una vez más, apurando aquel último sorbo de sol que acababa de ponerse en el alba; sintió que despertaba de un sueño sólo para iniciar otro.

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