Sobre la muerte


Imagen de かねのり 三浦 en Pixabay


Un día mamá fue a buscarme al colegio y me dio la noticia de que mi amigo se había muerto. No supe cómo reaccionar. La última vez que lo vi fue en su apartamento, con la cabeza rapada y la piel de un blanco intenso; casi podía caminar y al darle la historieta que le llevaba como regalo, me dio la impresión de que ya era para él un desconocido.


Se llamaba Carlos. Y teníamos unos 8 o 9 años de edad. Nos gustaba leer comics o historietas de Condorito. Era un tiempo en que cualquier papel con dibujos e historias nos llenaba las horas de ocio y tedio. La ciudad era inabordable, aunque en realidad, era pequeña. Pero para nosotros, en ese tiempo, tan sólo ir a la panadería a comprar pan significaba casi como ir de paseo en carro con toda la preparación que eso implicaba.

Recuerdo que Carlos y yo pasábamos el tiempo ojeando dibujos, fotografías e imágenes de los comics, libros y revistas. Cualquiera que encontráramos. Pero las que más nos fascinaban, eran las que contenían algún dibujo, imagen o foto de mujeres casi o totalmente desnudas. No, no circularon entre nosotros las revistas del conejito pervertido. Varias enciclopedias ilustradas contenían una variedad de fotografías que podían competir (y superar) con las del conejito. Recuerdo que un libro de cocina, cuyas recetas nunca leímos, ilustraba cada plato con dibujos de mujeres minúsculas en pelotas y un chef degustándolas refinadamente con los distintos ingredientes de cada receta. Nuestra degustación era, por supuesto, visual y fantasiosa, aún cuando no había nada erótico ver un dibujo de ese chef caníbal tragándose a mujercitas minúsculas.

La muerte le llegó muy rápido. Sin poder si quiera entenderlo o asimilarlo, mi amigo enfermó y luego murió. Fue mi primer acercamiento con la muerte. Y aún sigue siendo uno de los pocos que he tenido con ella.

Mi relación con la muerte sólo ha existido en la literatura, en los libros que leo, en aquellos cuentos de adolescencia que escribí imitando a los grandes de la literatura de terror. Fuera de los libros, muy poco he tenido que ver con ella. En los poquísimos velorios que he ido, jamás me acerqué al ataud del velado. Cuando un cuerpo ya casi en descomposición apareció en los terrenos frente al edificio donde trabajaba, fui uno de los pocos que no se acercaron a ver. Ni mi curiosidad como intento de escritor pudo para motivarme a ver ese cuerpo inerte, aunque intenté escribir alguna historia con esa anécdota con resultados desastrosos y frustrantes. Asistí al entierro de mi padrino sin acercarme mucho. No quería mancillar mi recuerdo de él con la imagen de su cuerpo bajando al sepulcro. Mis abuelos paternos murieron cuando yo era aún pequeño, primero mi abuela y a los pocos años, mi abuelo. Mi tía murió hace poco, tenía años sin verla muy a mi pesar.

Y está papá. Quizás haya sido la muerte que sí hubiese querido acompañar. Apaciguo esa melancolía imaginándome a su lado, diciéndonos adiós en esa rara calma cuando la muerte llega así, sin dolores ni sufrimientos, tal como dijeron que murió. A veces las palabras me sirven, cuando la imaginación no es suficiente. Como ahora.

Comentarios