La vida de las Bibliotecas


Imagen de Thorsten Frenzel en Pixabay


Hace mucho tiempo atrás, en mi casa familiar, hubo una inmensa caja en medio del corredor, junto a un bar hogareño que nunca fue. Alrededor habían otras cajas de menor tamaño, pero la impresión me la dejó esa que tenía, en proporción a mi tamaño, una inmensidad incalculable. Por un tiempo sólo fue una caja. Una gran caja. Hasta que una noche, cuando veíamos la película de Indiana Jones El Arca Perdida, no sé qué habré dicho que papá comentó: El libro de esa película está ahí en la caja. No sé qué demonios despertaron dentro de mí, pero ante la negativa de papá de ir a buscarlo en ese mismo instante no pude dormir esa noche. En la mañana, simulé sin mucho histrionismo un dolor de barriga que sabía convencería a mamá para dejarme en casa y perder (qué más daba) un día de clases. Luego, sigiloso, fui hasta la gran caja. Ignoro qué clase de curiosidad alimentaba todo ese comportamiento de rebeldía infantil.

Aún no nacía mi gusto y amor por los libros y la literatura, al menos que recuerde, pero el encontrar aquel libro y tenerlo en mis manos, me generó una emoción que jamás he podido explicar. Cuando uno es niño, nos emocionamos casi por cualquier cosa, no importa lo insignificante que sea. Tampoco la edad que tengamos. Recuerdo que leí sólo el primer capítulo, donde se narraba esa primera parte de la película cuando Indiana consigue el tótem y activa la serie de trampas que todos conocemos.

El destino de ese y muchos otros libros ha sido esfumado de mi memoria. Pero quedaron algunos que, años más tarde, iniciaron mi biblioteca personal. Recuerdo a un Steinbeck, varias antologías de ciencia ficción y de terror de los años 50, 60 y 70 entre los que asomaban un Bradbury, Bloch, Lovecraft, Stanislaw, entre otros. Recuerdo a un Hesse, un par de Holmes y su escritor Doyle, algunos del español JJ Benítez. Y por ahí van los títulos.

Podía imaginar las lecturas que le gustaban a papá.

Mi biblioteca personal, poco a poco, siguió creciendo sin llegar a ser tan abultada. De adolescente y durante esos primeros años de adultez, me entretenía reordenándola cada cierto tiempo y según distintos criterios. A veces las colocaba como si la biblioteca fuese una vitrina de librería. Otras, según la editorial, según el autor o según el país. A veces la dejaba desordenada o simplemente bajaba los libros del mueble y los dejaba repartidos en el suelo mientras gozaba por el roce y los olores que desprendían. Mi biblioteca vivió conmigo y mi familia, dos mudanzas. Estuvo en la sala de mi casa durante los primeros años de vida de mis hijos y sobrevivió a los embates curiosos de ellos. Como toda biblioteca familiar, escondía algunos tesoros, de esos que serían difícil volver a conseguir.

Y allí siguió, hasta que nos fuimos del país. El destino de mi biblioteca la desconozco aunque sé que se repartió entre la familia que aún me queda en Venezuela. Ignoro qué libros estarán en un lado u otro. Ignoro cuáles estarán acompañándolos en las bibliotecas de cada quien. Ignoro cuáles estarán bajo la oscuridad de cajas o armarios. Quizás mis hijos no puedan heredarla tal como yo heredé parte de la biblioteca de papá. Quizás nunca volveré a tener en mis manos algunos de aquellos entrañables ejemplares.

Lo que sí estoy seguro es que los libros sobrevivirán. Ya no me pertenecen, por eso he escrito “los libros”. Estarán aguardando pacientemente en donde estén, hasta que alguien pose su mirada en ellos y ocupen un lugar en la biblioteca de ése que, como yo, los añore.

En Ecuador, donde vivimos ya unos años, voy creando muy lentamente mi nueva biblioteca. Por ahora, viven apilados justo en ese espacio entre la pared y el borde superior de una puerta que condené a tenerla abierta, justo para tal fin. Hasta que vengan tiempos mejores y la nueva biblioteca retoñe como siempre la he soñado. Y quizás, esa sí, consiga cautivar la mirada de mis hijos y hacerlos vivir las aventuras de muchas vidas, más allá de ésta.

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